UN NIÑO MÁGICO / Mario Peralta

 

UN NIÑO MÁGICO
Autor: ©Mario Peralta
Fecha: Tokio, Agosto 2020


¡Hola! Me llamo Polito y quiero contarles una cosa rara que me sucedió recientemente; pero para que me comprendan mejor, debo explicarles un pedacito de mi infancia. 

A mi corta edad de 12 años, yo era un cipote muy inquieto y no le hallaba puesto a mi existencia. En el periodo de vacaciones escolares de fin de año –las cuales eran de tres largos meses–, salía a “vagar” de vez en cuando por las calles y avenidas de la pequeña ciudad en la que vivía. En realidad, a esa edad la ciudad no se veía tan pequeña, la apreciación de pequeñez me vino posteriormente, al crecer y poder viajar hacia los países vecinos y luego a otros más y más lejanos, en los que pude ver ciudades enormes.   

En ese entonces los mayores me decían que aprovechara las vacaciones leyendo obras literarias, ya que posteriormente en la escuela me las iban a pedir como tarea. Y sí, yo leía de vez en cuando algunas obras que estaban en la pequeña, pero nutrida biblioteca de mi casa; libros rollizos y delgados, apilados como ladrillos en viejos estantes metálicos ensamblados para tal propósito. Algunos me dejaron una huella indeleble: EL PARAÍSO PERDIDO de John Milton (de tapa dura, grande y con preciosos grabados), LA ODISEA de Homero (edición pequeña, pero gruesa, de pasta blanda), LAS AVENTURAS DE HUCKLEBERRY FINN de Mark Twain (edición con preciosos dibujos y acuarelas), etc.  

Allí mismo, había también un grupo de libros y revistas que me estaban vedados (so pena de castigo, si mi tío los encontraba fuera de su sitio); se trataba de una colección de revistas PLAYBOY y entre otros un par de libros que tenían títulos de Geografía (!?): TRÓPICO DE CÁNCER y TRÓPICO DE CAPRICORNIO de Henry Miller. Claro, las hormonas ya estaban en plena ebullición y además de las dichosas revistas de estupendas fotografías en papel satinado, también fisgoneaba los dos libritos de don Henry. Así que como todo niño curioso, hurgaba cuidadosamente cuando los adultos se ausentaban de casa y solo mi abuela se quedaba lavando las “montañas” de ropa o haciendo otros oficios de la casa.  

Había muchos párrafos en esos libros que de plano no comprendía; sin embargo, algunos eran bastante «excitantes» a pesar de mi corta edad, como por ejemplo aquel de “coño” y “picha”:  

¡Oh, Tania! ¿Dónde estará ahora aquel cálido coño tuyo, aquellas gruesas y pesadas ligas, aquellos muslos suaves y turgentes? Tengo un hueso en la picha de quince centímetros”. (1)   

De entrada, repito, no era fácil entender palabras como “coño”, “picha” o “turgente” , no eran propias de mi vocabulario escolar, pero una vez hecha la búsqueda en el Larousse “mataburros”, rápidamente caía en la cuenta de los sinónimos en nuestro modo de hablar y quedaban como inscritas en piedra.  

Bueno, eso en cuanto a libros «pícaros», pero también aprendí a descifrar el castellano antiguo de EL QUIJOTE. Poco a poco, siempre con la ayuda del «mataburros» y con mucha imaginación, fui entendiendo las múltiples variaciones de la lengua española y cuando menos me lo esperaba, ya estaba «desternillándome» con las quijotadas y las sanchopanzadas, en el sillón donde leía. Los mayores se me quedaban viendo y también se sonreían… ¡quién sabe lo que pensarían!  

Una de esas tardes, aburrido de estar en casa y después de haber leído a don Quijote, pedí permiso de ir al cine a mis abuelos. ¡Eran mis vacaciones y tenía ganas de divertirme! Mis abuelos me consentían —a veces no tanto, por allí tenían alzada una correa que no prestaba ganas— y hasta me dieron unas cuantas monedas para pagar la entrada al cine. En esa época, ir al cine no costaba más de un peso. Recibir uno cincuenta era para celebrarlo y disfrutarlo a plenitud con un cemitón y una chocolatina, a esa edad no pensaba en cómo iba a enfrentarme a la billetera vacía del día siguiente.  

En noviembre el viento soplaba fuerte, tan fuerte que levantaba las faldas de las chicas bonitas cuando iban caminando por las calles y el sol de mediodía abajo iba tornándose de amarillo a naranja hasta ponerse rojizo, como los colores de una yema de huevo cuando se lo pone a freír.  

Me puse mi ropa de paseo, mis “sieteleguas” domesticadas y me pasé el peine a prueba de colochos insurrectos. Salí de casa diciendo «¡Ya me voy!», recibí las bendiciones de mis venerables mayores “¡Qué Dios me lo lleve y me lo proteja!” y comencé la caminata hasta el cine.  

Desde mi casa hasta el cine, la calle serpenteaba hacia abajo como un tobogán, bajando desde la cima hasta llegar a la llanura y luego bajaba aún más hasta una hondonada. Tenía que pasar por varios lugares que me quedarían grabados en el cerebro para toda la vida; casas grandes de diseño moderno, estaciones de gasolina con sus rótulos de tigres y conchas, zonas verdes triangulares de pinos, una subestación de energía eléctrica, una iglesia cuya torre rascaba el cielo, algunos centros escolares y un jardín de infantes –que una década después yo vería tristemente convertido en una «casa de citas»–, un centro comercial, un cine modesto y otro ostentoso. Yo me dirigía al segundo cine, que a pesar de estar en la hondonada, se alzaba imponente, llegando a tener la altura de un edificio de tres pisos, pero con diseño de terrazas. El cine se caracterizaba en ese entonces, por proyectar películas de setenta milímetros en una pantalla gigantesca y con un potente sonido estéreo que mantenía a toda la audiencia expectante.  

Esa tarde iban a proyectar una película japonesa de dibujos animados. Entré a verla sin tener idea exacta de qué trataría la película, solo había visto un pequeño anuncio en la sección de espectáculos del periódico. Cuando vi los dibujos de los personajes orientales en los carteles a la entrada del cine, me motivé aún más para entrar a verla. Lo desconocido me parecía emocionante.

Compré la entrada en la taquilla, avancé por una alfombra roja, el revisador partió en dos el tiquete, me dio una mitad y entré a la sala envuelta en un ambiente de luces tenues. La pantalla sí que era enorme, los parlantes verticales estaban instalados lateralmente, había páneles acústicos por todas partes. La sala tenía dos niveles. Había poca gente dispersa en las filas de asientos del auditorio. Yo me ubiqué en un asiento del centro en el nivel inferior. Cuando las agujas del reloj marcaron las 3:30 p.m., las luces se fueron reduciendo aún más, quedando solamente las luces del piso y las gradas, las cortinas se fueron descorriendo parcialmente. El potente sonido estéreo me impactó en los oídos cuando proyectaron las extras o anuncios de otras películas, luego las cortinas se descorrieron totalmente y pronto apareció el gran titular: «MAGIC BOY», acompañado de unos símbolos ininteligibles que eran lengua japonesa. La película era en inglés con subtítulos en español.  

Comenzó a proyectarse la historia y por supuesto había que leer los subtítulos, pero... yo no alcanzaba a leer lo que allí decía y no tenía anteojos. A mi corta edad, ya padecía una fuerte miopía y astigmatismo –razón por la que mis “queridos compañeros” de clase me habían puesto un odioso sobrenombre–; no obstante, completaba diálogos y dibujos al antojo de mi imaginación, la cual jugaba con las masas de colores predominantes en la pantalla, disponiéndolas de la mejor manera posible. Si tomaba asiento en las filas de adelante, mi visión tampoco mejoraba, así que ni modo...   

Quedé fascinado con los personajes de la película, porque eran distintos de los que aparecían en la televisión. Estos personajes se desenvolvían en una época antigua del Lejano Oriente, en la tierra de los samuráis. Los paisajes –si bien había bosques, también había montañas y despeñaderos– lucían grises, oscuros, misteriosos. No había leones ni jirafas; pero había otros animales graciosos como: los monos blancos, los ciervos con sus curiosos cuernos, los mapaches con antifaces, las ardillas nerviosas y los cuervos graznando. Había feos bandidos con afiladas katanas; sin embargo, la más impresionante era una bruja de cara horrible. Esta aparecía en medio de la bruma, desplegaba su ropaje blanco, vaporoso, flotaba en las alturas e hipnotizaba con sus hechizos a un niño mágico, atrayéndolo adormecido hacia ella, y al tenerlo cerca, quería acariciarlo con sus manos cuasi garras, el rostro pálido de la bruja se encendía de maldad; su cara se alargaba como si fuera de plastilina, se le arrugaban las comisuras de los labios, sus ojos rasgados se volvían barcinos, sus largos cabellos color azabache se extendían hasta su inocente víctima cuales tentáculos y de su boca brotaba una flema rojiza repugnante.
  



Yo quedé muy impresionado, tanto así, que al volver a mi casa, cuando llegó la noche, tenía temor de que en la oscuridad de un pasillo que iba del comedor a mi habitación, la fea bruja de la película, me atacara en la penumbra. Rápido, corrí a meterme debajo de la sábana y me dormí.  

[ Pasaron los años ]

¡Quién iba a decir que muchos años después yo iba a vivir en ese Japón mitológico!  

Aquí me tienen, corriendo presuroso por las calles de Tokio, en medio de un contingente de “Salary-Men” yendo hacia sus centros de trabajo. Cuidándome en las plataformas del metro de que algún loco xenófobo quiera empujarme a las vías del “caballo de hierro”. ¿Puede suceder eso en esta culta nación? Ni lo duden, hay cada trastornado que… bueno, puede suceder eso y más, pero no me voy a detener en las historias del metro. Eso es materia de otros relatos.  

En Japón, me dedico al oficio de “maistro” de español, trabajo que deja satisfacciones y sinsabores —como supongo que ocurre en todos los oficios—, y si es bien remunerado, pues sí, habrá algo más. En el archipiélago del Sol Naciente no es la excepción, hay buenas y malas experiencias. 

Volviendo al punto que les quiero relatar, se da el caso que una noche una estudiante había reservado clase privada conmigo a las 7:00 p.m.. Y por supuesto, dado que aquí la puntualidad impera, un par de minutos antes, la persona estaba haciendo su entrada a la academia donde yo trabajo. Prontamente, el encargado hizo la presentación formal, la flamante estudiante tomó asiento frente a mí y el encargado cerró la cortina del cubículo, ya que la privacidad es parte del buen trato. Los cubículos son pequeños y solamente tienen dos sofás, una mesa rectangular en medio y un tablero blanco al fondo que se alcanza para escribir con solo estirar el brazo. El ancho de la mesa creo que no llega ni siquiera a un metro, de tal manera que suelo decir que hay “un beso de distancia”, ya que se lo podría realizar con holgura. Si hablo fuerte, mi aliento toca la faz del estudiante y viceversa.   

A medida que hablábamos, hacía el diagnóstico del nivel de español que la estudiante podría tener y examinaba su aspecto. Al principio, me extrañó su acento ya que era el de una persona que había estudiado español en Argentina. Así me lo confirmó, aunque no voseaba, sino que me hablaba de usted, o sea que manejaba el trato formal. Era una persona culta, abogada, muy delgada, su piel de un amarillo pálido —¡Claro, estoy en Japón! Pero suele haber tonalidades de tonalidades—, cabello largo teñido de castaño claro, labios delgados, dientes pequeños, pómulos salientes, ojos rasgados con pestañas postizas, manos huesudas con uñas multicolores como es la moda por acá, vestía de traje sastre negro y una blusa blanca. ¿”Salary-Woman”? No, abogada graduada, en ejercicio de su profesión, con experiencia en Derecho Mercantil y con su bufete independiente nada menos que en el barrio de Roppongi (zona cara). Su español era de un nivel intermedio alto, por lo que su conversación resultaba interesante y no se limitaba a decir que estaba bien (Genki desu / げんきです) o que hacía frío (Samui desu / さむいです) en la calle.  

El tiempo transcurría rápido y cuando íbamos quizás a mitad de la sesión, sentí que las puntas de sus zapatillas se acercaban a las mías. Soy de alta sensibilidad y más cuando una mujer está cerca, así que hice como que no me daba cuenta. Sus zapatillas se deslizaban insistentemente, diría que “acariciaban” mis zapatones, nada finos por cierto. Yo hablaba y ella escuchaba mirándome fijamente al fondo de mis ojos. No sé en qué momento, pero de repente, hubo un cambio en su mirada; sus ojos rasgados se abrieron un poco más, sus pupilas se dilataban y brillaban, sus labios rojos se fueron encogiendo para luego entreabrirse como un pañuelo con sus pliegues arrugados, su cabellera diría que le creció y se tornó de un negro intenso, me acercó sus manos huesudas ahora con uñas rojas y largas y yo… quedé estupefacto... ¡Era la bruja! ¡sí, la bruja de mi infancia! ¡la tenía enfrente seduciéndome con su poderoso y embriagante hechizo!... Las palabras se ahogaban en mi garganta, no alcanzaban a salir, el corazón me latía a mil por hora, la respiración estaba contenida… Ella se acercaba más y más, esos labios nauseabundos… cuando detrás de la cortina oí que el encargado decía: “¡Disculpas! ¡disculpas! (¡Sumimasen!, ¡Sumimasen! / すみません!すみません!) ya es la hora de la siguiente clase”… descorrió la cortina y el embrujo desapareció. 

La estudiante, se levantó, tomó su abrigo y dijo muy amablemente a la vez que hacía una reverencia: “¡Muchas gracias! ¡Muchas gracias! ¡Hasta la semana próxima! (¡Arigatou gozaimasu! ¡Arigatou gozaimasu! ¡Mataraishuu! / ありがとうございます!ありがとうございます!また来週!)” y yo me quedé idiotizado, pensando... ¡COLORÍN COLORADO! ¡AQUÍ SE ACABÓ ESTE VOLADO!

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(1) Miller, Henry; TRÓPICO DE CÁNCER, RBA Editores, 1966. 







MAGIC BOY (1959) Clip






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