CAÍDA LIBRE / María Agustina Hernández
CAÍDA LIBRE
Autora: María Agustina Hernández
País: Argentina
Narrador: Mario Peralta
Fui enterrado la semana pasada. Los asistentes eran tan pocos que si llegaba uno más, no entraban. Tenía cuarenta y cinco años y me dio un infarto. En mi vida prendí un cigarrillo y hacía ejercicio tres veces por semana. Era soltero y no tuve hijos, ni siquiera un perro. Vivía solo y viajaba mucho. Fui hijo único y mis padres fallecieron en un accidente cuando tenía veinticinco años. Heredé propiedades y me dediqué a venderlas para dilapidar el dinero.
Probé varias carreras universitarias pero no terminé ninguna. Nunca trabajé. Mi lápida podría decir algo así como: “Aquí siguen descansando los restos de Juan”, aunque por suerte a nadie se le ocurrió.
Nunca hice una donación ni le propuse casamiento a una mujer. Estafé a un amigo y le robé la novia a otro. Inicié en la droga a más de uno, pagando fiestas en las que no conocía a la mayoría de los invitados. Jugaba al póquer con gente indeseable. Tuve empleados a los que echaba si no me gustaba como me saludaban. Había quienes me decían “el gran Gatsby” y otros que simplemente me decían “hijo de puta”.
Una vez, un hombre mayor me dijo que el director de cine alemán Fritz Lang sostenía que la división entre buenos y malos era una convención social, porque en realidad las personas son malas o malísimas y que a mí me correspondía la última categoría. Como no tenía una relación personal con este señor ni conocía al director de cine, no me importó.
Creo que nunca me enamoré. ¿Era capaz? Quise mucho a mi vieja, a mi abuela paterna y a mi mejor amigo, que lloró en el cementerio.
Podrían decir que mi currículum era indefendible y tendrían razón. Debería haberme arrepentido de la mayor parte y admirar a san Agustín, pero dadas mis circunstancias, no tendría mucho sentido mentirles: la verdad es que no estaba orgulloso pero tampoco vivía avergonzado ni tenía insomnio. ¿Me habré muerto por eso?
Supongo que parte del problema era que no tenía un padrino o un tío que me pararan el carro. ¿Y quién garantiza que los buenos hombres de familia se mueran a los noventa años, felices y sin arrepentimientos?
Yo me quedo más tranquilo sabiendo que no dejé a un hijo sin padre ni a una mujer viuda. Podría haber hecho un testamento a favor de mis amigos, pero no me parecía que estuviera en edad de planificar mi ausencia permanente.
A mi favor voy a sostener que mis circunstancias de vida eran muy tentadoras; lo único que tenía que hacer era fluir.
Creo que si se pararan en el Obelisco e hicieran una encuesta entre hombres jóvenes, terminaría con un club de fans con mi nombre.
Pero la fiesta duró poco. Mi cálculo era treinta años más, por lo menos.
Disfruté de todo lo material que tuve pero perdí los afectos más importantes y no me ocupé de construir otros.
¿Conocen a alguien que tenga todo? Yo no. ¿Conocen a alguien que haga todo bien? Yo no. ¿Conocen a alguien que se esfuerce por hacer las cosas bien y le salga todo bien? Yo no.
Todos sabemos que los parámetros de cualquier conducta varían según la época, la crianza, la religión, la edad, la salud y el saldo bancario, aunque no necesariamente en ese orden.
Mi abuela paterna sostenía —y creo que la frase no era de ella— que en la vida, en realidad, hacen falta sólo dos cosas: salud y buena formación. La pregunta sería: ¿para qué hacen falta esas dos cosas? o ¿para qué sirven? La abuela hubiera dicho que para enfrentar la vida en general, para avanzar, para sobrevivir.
Me parece que soy el ejemplo de lo opuesto. Al menos hasta la muerte de mis padres tuve esas dos cosas, en forma plena, y todo indicaría que las usé para no enfrentar nada. Como ven, no estoy de acuerdo con la abuela, total ya no tengo nada que perder. Tampoco crean que tengo una propuesta mejor; pero, dada mi situación, el rubro salud me parece muy discutible, es decir: tuve una salud sin historia clínica durante cuarenta y cinco años, hasta que de golpe me dio un infarto. Hubiera preferido padecer las eruptivas de la infancia, más un par de yesos, más ser celíaco, pero vivir hasta los ochenta.
Pero la salud y la educación del colegio inglés ya no tienen ninguna importancia para mí, porque ¿estoy? en plena oscuridad, solo con mi conciencia. Mi cuerpo quedó en el cajón, pero de alguna forma inexplicable tengo la sensación ¿física? de estar cayendo a gran velocidad, hacia ninguna parte o hacia el infinito, sin ojos para ver o boca para gritar. Si tan sólo se me indicara cuánto o cómo debo suplicar para que mi conciencia se ¿apague?…
Siempre odié la oscuridad y sufría de vértigo. Parece que alguien se aseguró de que padeciera ambas cosas, hasta el fin de los tiempos. Quizás esta es una variante de miles. Yo no concibo otra peor en mi caso, pero tengan cuidado aquellos que temen al agua o al fuego, por ejemplo. Tal vez la única bendición para otros sea quedar inconscientes. Nunca lo sabré y ustedes tampoco, hasta que les llegue el momento.
María Agustina Hernández
Escritora y abogada argentina (Buenos Aires, 1972). Ha publicado los libros de relatos Avant Premiere (Ediciones del Dock, 2015) y Entre líneas, cuentos y microrrelatos (Pukiyari Editores, 2019), así como la novela La Inmaculada (Pukiyari, 2017), finalista del V Concurso Internacional de Novela Contacto Latino.
Cuento reproducido del sitio web LETRALIA
https://letralia.com/letras/narrativaletralia/2020/01/21/caida-libre/
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